LEO Y ESCRIBO, NATURALMENTE

Yo, que voy a escribir sobre el aprendizaje de la lectura y la escritura en los niños, casi nada he leído sobre el tema (aunque abundan los libros que explican este proceso y los métodos para alcanzar el objetivo de la forma más eficiente).

Lo que cuento se basa en lo que he observado en mis hijos, su conquista gozosa de la palabra escrita de forma natural; en contraste con mi propia experiencia de niña que recuerdo y revivo cada vez que escucho a un niño, sometido a un método de enseñanza de la lectoescritura, po-ner-so-ni-dos-con-gra-n-es-fu-er-zo-a-lossig-nos-que-ve-en-el-pa-pel.
Entre lo poco que he leído sobre el asunto está un pequeño librito titulado El método natural de lectura, de Célestin Freinet, que comienza así:
“Si usted pregunta a una madre -aunque sea adjunta o incluso profesora de gramática y fonética- con qué método ha enseñado a hablar a su hijo, lo mirará extrañada. […] Para el niño sólo hay una forma de aprender a hablar y esta es siguiendo el único proceso natural y general de ir tanteando experimentalmente […]”.
Este libro cayó en mis manos cuando mi hijo mayor ya había adquirido por iniciativa propia los rudimentos básicos de la lectoescritura, y su lectura me confirmó lo que yo había observado. No es, como parece indicar su título, un manual para enseñar a leer de forma más respetuosa y natural; nada de eso; trata del proceso por el cual el niño, de forma natural, adquiere esa herramienta sin mediación de una enseñanza externa planificada.
Ahora bien, un niño (o cualquier persona) no aprende algo por propia iniciativa si no siente curiosidad por ello; y no siente curiosidad por algo si no lo necesita. Un niño que no sienta la necesidad de leer no aprenderá a leer. Por ejemplo, no sentirá la necesidad de aprender a leer un niño nacido en una aldea aislada donde la comunicación entre sus miembros sea de forma oral, porque todos pueden encontrarse y charlar cara a cara cuando lo necesitan. Lo mismo le puede pasar en nuestra sociedad a un niño pequeño, para quien su mundo conocido es su mamá, su papá, sus hermanos y pocas personas más a las que ve con frecuencia y con las que puede comunicarse hablando.
Pero llega un momento (distinto para cada niño como distinto es el momento en que cada niño se suelta a andar) en que el niño empieza a manifestar curiosidad por las palabras escritas. ¿Por qué? Puede que le atraigan esos garabatos dibujados (para él no hay diferencia entre dibujo y texto) de los que sus papás sacan misteriosamente las palabras de un cuento; quizá llegó a casa una carta de la abuela que mamá sabe leer y de allí salen todas las cosas que ha dicho la abuela; tal vez papá y mamá tengan la costumbre de “dibujar” en la lista de la compra algo que dicen que es “leche”, o “sopa” o “papel del váter”… y con esos garabatos saben después lo que tienen que comprar; o puede ser por cualquier otro motivo que tenga alguna relación con la vida del niño, con sus vivencias afectivas y con personas vinculadas a él. ¡Qué poco tienen que ver con la necesidad del niño, con sus vivencias, con su afectividad, las cartillas de lectura con sus frases modelo: “Riega la rosa roja con la regadera”!
Y este momento en que el niño empieza a manifestar curiosidad es tan sagrado como frágil. Es aquí donde los adultos, conscientemente o no, solemos estropearlo todo. Ya sea porque tenemos prisa (nos han metido en la cabeza la mentira de que “cuanto antes, mejor”) y aprovechamos este momento para acelerar el proceso introduciendo enseñanzas y explicaciones que el niño no ha solicitado; ya sea porque no soportamos la presión del entorno (¡¿con ocho años y no lee?!) y le transmitimos esa presión al niño; o porque desconfiamos de las capacidades de nuestro hijo como nos han hecho desconfiar de las nuestras propias con la educación que nos dieron. Por una u otras razones, en la mayoría de los casos terminamos matando esa curiosidad; y, paradójicamente, acto seguido nos empeñamos en “resucitarla” obligando al niño a leer, con presiones, premios y castigos; lo mismo en el hogar que en la escuela, donde además se utilizan métodos de enseñanza de la lectura y la escritura. Métodos todos que en el mejor de los casos lo que consiguen es u-na-a-cep-ta-ble-fo-ne-ti-za-ci-ón, es decir, poner sonidos a unos símbolos. Pero es que leer no es eso, leer es una experiencia profunda, vital y emotiva; leer es un proceso muy complejo en donde los ojos, las manos, la voz, el pensamiento, las vivencias, los sentimientos… se conjugan casi de forma mágica y siempre gozosa.
¿Para qué necesita el niño los métodos que le proponen los adultos? Para el niño sólo hay un método, con el que realiza cualquier aprendizaje, el método del tanteo experimental del que habla Freinet. Muchos de los frustados lectores (gracias a los métodos impuestos) habrían tenido éxito de haberles permitido seguir su propio método y su ritmo. Paul Goodman, en su libro La des-educación obligatoria, del año 1964, escribe: “Un gran neurólogo me ha hecho la afirmación de que el gran enigma no reside en cómo enseñar a leer, sino en por qué algunos niños fracasan en este aprendizaje. Si tenemos en cuenta la cantidad de enseñanza que un niño de la ciudad recibe, un ser humano cualquiera debería penetrar espontáneamente el sentido del sistema de símbolos. ¿Qué lo impide? Es casi palpable que para muchos niños el obstáculo es precisamente la asistencia a la escuela, debido al ambiente extraño, a la represión del interés espontáneo y a los premios y castigos extrínsecos que en ella encuentran. […] Muchos de los que se rezagan en el aprendizaje de la lectura, hubieran tenido mejores oportunidades en la calle”
Alguien podrá objetar que nada es tan grave, que al final muchos de esos niños obligados a leer llegan a ser de adultos apasionados lectores… Pues qué lástima dar tanto rodeo, y a costa además de tanto sufrimiento, porque son muchos más los niños frustrados que se quedan por el camino, incapaces de adultos de sumergirse en el placer de la lectura de un libro.
Así que sólo puedo animar a los padres, especialmente a los que acompañan de forma consciente el crecimiento y los aprendizajes de sus hijos, a que confíen en ellos. Si han aprendido a caminar solos (y sabemos del gran gozo que este aprendizaje les produjo); si no se nos ocurre dudar de que aprenderán a hablar “sin método”; ¿cómo podemos dudar de que en un entorno como el nuestro, atiborrado de palabras y textos escritos, nuestros hijos vayan a aprender a leer y a escribir cuando lo necesiten?
Mónica Cruz