Lo urgente es vivir

Ya lo decía Fernán Gómez que las bicicletas son para el verano. También lo son los huertos. Después de la temporada estival, las plantas languidecen, se recogen los últimos frutos, los del otoño, y la tierra vuelve a quedar a la espera de semillas y brotes verdes. Muchos, unos más que otros, nos hemos imaginado estos últimos meses volviendo al pueblo y cultivando el huerto, nos hemos preguntado por qué nos fuimos de los pueblos, por qué huimos de sus incomodidades y de las tías abuelas viejinas a las que nunca debimos dejar solas. De repente, empezamos a ver con ojos tiernos la tienda del pueblo que cierra a mediodía, a pesar de que no venda la marca de yogures que nos gusta, y a desdeñar los supermercados con sus horarios draconianos para los empleados que tantas veces hemos venerado un domingo a las diez menos cuarto de la noche, cuando recordábamos que no teníamos pan tostado para desayunar a la mañana siguiente.  

Pero el verano en el que soñamos cambiar de vida ha terminado, y los pueblos, con sus huertos, se han vaciado. El enamoramiento nos ha durado lo mismo que el atardecer anaranjado y violeta que siempre estuvo ahí pero que nunca vimos (no al menos con estos nuevos ojos post-confinamiento) y nos hemos dado cuenta pronto de que la imaginación, como el papel, lo aguanta todo, de que los tomates no se recogen solos, de que arrancar zanahorias o patatas levanta polvo, y de que recolectar nueces ensucia las manos de un verdinegro muy difícil de eliminar. Y aunque esto a tu hijo no le importa e incluso le parece lo mejor que ha hecho en su corta vida, a ti te incomoda un poco. Así que hemos hecho las maletas con una mezcla de melancolía e ilusión por volver a la anormalidad que nos espera en nuestro lugar de residencia habitual, abandonando otra vez a nuestra tía-abuela que ya se había acostumbrado a tenernos de vecinos. Porque una cosa es querer cambiar de vida y otra muy distinta es cambiar de vida.

Procrastinar es un vicio del que es difícil escapar. Dejarse llevar por la urgencia sin acabar de resolver lo importante es tan dulce, tan cómodo abandonarse al abrazo de oso de la zona de confort. Salir de ella (cambiar tu vida) precisa de haberse rodeado de grandes maestros en sacar los pies del tiesto o de una fortaleza a prueba de ruido ambiental, no de las cosechadoras que se dirigen a finalizar el ciclo de vida del maíz, sino de otro mucho más sutil, el de las voces que atosigan para que todo siga igual. Y aunque tu hijo haya fabricado un camión de veinte ruedas con el que trasladar tu casa de la ciudad al pueblo, a un pueblo, a cualquier pueblo, tú solo miras de reojo un hipotético plan B cuando ves como el A se desmorona, pero sin atreverte a dar el volantazo que te saque disparada de la rueda, porque llevas toda tu existencia haciéndola girar por inercia sin ni siquiera saber dónde está ese volante.

El verano que parecía que no acabaría nunca también lo ha hecho, y ha llegado septiembre y los meses con “R”. Se acabaron los paseos en bici y los atardeceres largos; ha comenzado el otoño, el viento y las hojas secas. Las noticias nos recuerdan que hace un año sucedió algo que ahora no, como si una mano burlona hubiera detenido la película que habíamos grabado en nuestro imaginario y hubiera empezado a rebobinar a cámara lenta. En este tiempo de pause regalado, en el que poder detenernos en los matices para captar mejor los detalles de nuestra propia existencia, nos impacientamos por conocer el final, por pasar rápido este duermevela que ya no es dormir, resolver lo urgente procrastinando lo importante, haciendo planes ilusorios en alfabeto rúnico que ni tú misma te crees, quieta, a la espera de que un estruendo te despierte, mientras tu hijo, para el que lo trascendente es este momento, se despide del huerto de malas hierbas que con mimo ha cultivado este verano y te preguntas casi con vértigo: ¿y si vivir fuera esto?

Reflexiones sobre la vida de nuestra socia colaboradora Belén Rodríguez
https://educaraunfeminista.wordpress.com/

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